jueves, 1 de septiembre de 2011

Tirar Demasiado de la Cuerda - Woody Allen




Es para mí un gran alivio saber que por fin el universo tiene explicación; empezaba a pensar que era yo. Pero resulta que la física, como un familiar irritante, tiene to­das las respuestas. El big bang, los agujeros negros y el caldo primordial aparecen todos los martes en la sección de ciencias del Times, y gracias a eso mi comprensión de la teoría de la relatividad general y de la mecánica cuánti­ca está ahora a la altura de la de Einstein, o sea, de Einstein Moomjy, el vendedor de alfombras. ¿Cómo he podido vivir hasta ahora ignorando que en el universo hay cosas pequeñas del tamaño de la «longitud de Planck», que mi­den una millonésima de una milmillonésima de una mil-millonésima de una milmillonésima de centímetro? Si a ustedes se les cae una en un teatro a oscuras, imaginen lo difícil que sería encontrarla. ¿Y cómo actúa la gravedad? Y si de pronto dejara de actuar, ¿seguirían ciertos restau­rantes exigiendo chaqueta? Lo que sí sé de física es que, para un hombre situado en una orilla, el tiempo pasa más deprisa que para un hombre que se halla en un barco, so­bre todo si el hombre del barco va acompañado de su es­posa. El último milagro de la física es la teoría de cuer­das, que ha sido anunciada como una TDT, una «Teoría de Todo». Ésta puede explicar incluso el incidente de la semana pasada que aquí describo.

El viernes desperté y, como el universo está en expan­sión, tardé más de lo habitual en encontrar mi bata. Por este motivo salí con retraso para ir al trabajo y, como elconcepto de arriba y abajo es relativo, el ascensor en el que entré subió a la azotea, donde fue muy difícil parar un taxi. No olvidemos que un hombre que viajara en un cohete casi a la velocidad de la luz sin duda habría podido llegar a tiempo al trabajo, o quizás incluso un poco antes, y sin duda mejor vestido. Cuando por fin llegué a la ofi­cina y fui hacia mi jefe, el señor Muchnik, para explicar la demora, mi masa aumentó conforme aceleraba para acer­carme a él, lo que él interpretó como señal de insubordi­nación. Tras cruzar unas palabras enconadas, me aseguró que me descontaría ese tiempo del sueldo, que, en com­paración con la velocidad de la luz, es de todos modos muy pequeño. La verdad es que si tomamos como refe­rencia la cantidad de átomos de la galaxia Andrómeda, en realidad gano poquísimo. Intenté decírselo al señor Muchnik, quien me contestó que yo pasaba por alto que el tiempo y el espacio eran la misma cosa. Y juró que si esa situación cambiaba, me concedería un aumento. Seña­lé que si tenemos en cuenta que el tiempo y el espacio son una misma cosa, y que se tarda tres horas en hacer algo que resulta tener menos de quince centímetros de longi­tud, ese algo no puede venderse por más de cinco dólares. Lo bueno de que el espacio sea lo mismo que el tiempo es que, si viajas a los confines del universo y el trayecto dura tres mil años terrestres, cuando vuelvas tus amigos ha­brán muerto, pero no necesitarás Botox.

De vuelta en mi despacho, con la luz del sol entrando a raudales por la ventana, pensé que si de pronto estalla­ba nuestro gran astro dorado, este planeta saldría volan­do de la órbita y surcaría el infinito por los siglos de los siglos: otra buena razón para llevar siempre el móvil en­cima. Por otro lado, si algún día yo pudiera circular a una velocidad superior a trescientos mil kilómetros por se­gundo y volver a capturar la luz nacida hace siglos, ¿po­dría retroceder en el tiempo al antiguo Egipto o la Roma imperial? Pero ¿qué iba a hacer allí? Prácticamente no co­nocía a nadie. En ésas estaba cuando entró nuestra nueva secretaria, la señorita Lola Kelly. Pues bien, en la discu­sión sobre si todo está hecho de partículas o de ondas, para mí que la señorita Kelly está hecha de ondas. Salta a la vista que ondula cada vez que se acerca al surtidor de agua. Y no es que no tenga buenas partículas, pero son las ondas lo que le permite obtener esas fruslerías de Tiffany's. Mi esposa también es más de ondas que de partículas, sólo que sus ondas han empezado a colgar un poco. O quizás el problema es que mi esposa tiene demasiados quarks. La verdad es que, últimamente, al verla, uno diría que se ha acercado demasiado al horizonte de sucesos de un aguje­ro negro y parte de ella -desde luego no toda ella ni mu­cho menos- ha sido absorbida. Eso le ha dado una forma un tanto extraña, que espero sea corregible mediante una fusión en frío. Yo siempre he aconsejado a todo el mun­do que se mantenga a distancia de los agujeros negros porque, una vez dentro, cuesta muchísimo salir y conser­var a la vez el oído musical. Si, por casualidad, uno cae en un agujero negro, lo traspasa y sale por el otro lado, pro­bablemente volverá a vivir su vida entera una y otra vez, pero quedará demasiado comprimido para salir y conocer a chicas.

Así pues, me acerqué al campo gravitacional de la se­ñorita Kelly y sentí vibrar mis cuerdas. Sólo sabía que de­seaba envolver sus gluones con mis bosones de gauge débil, introducirme por un agujero de gusano y pasar por un túnel cuántico. Fue entonces cuando me paralicé por el principio de incertidumbre de Heisenberg. ¿Cómo podía actuar si era incapaz de determinar su posición y veloci­dad exactas? ¿Y si de pronto yo provocaba una singula­ridad, es decir, una ruptura devastadora en el espacio y en el tiempo? Son tan ruidosas. Todo el mundo se volvería a mirar y yo me sentiría abochornado delante de la señorita Kelly. Pero es que la energía oscura de esa mujer atrae tanto. La energía oscura, aunque hipotética, siempre me ha puesto como una moto, sobre todo en una mujer con el mentón prominente. Concebí la fantasía de que, si lo­graba meterla en un acelerador de partículas durante cin­co minutos con una botella de Cháteau Lafite, me encon­traría junto a ella con nuestros quantos aproximándose a la velocidad de la luz y su núcleo entrando en colisión con el mío. Naturalmente, en ese preciso momento noté que me entraba un trozo de antimateria en el ojo y tuve que buscar un bastoncillo para quitármelo. Casi había perdi­do toda esperanza cuando ella se volvió hacia mí y habló.

-Lo siento -dijo-. Me disponía a pedir café y una pas­ta, pero ahora mismo no recuerdo la ecuación de Schrödinger. Qué tontería, ¿no? Se me ha ido de la cabeza, así sin más.

-Cosas de la evolución de las ondas de probabilidad -sentencié-. Y si vas a la cafetería, ¿podrías traerme una magdalena con muones y té?

-Cómo no -respondió con una sonrisa coqueta mientras ella adoptaba una forma de Calabi-Yau.

Sentí que mi constante de acoplamiento invadía su campo débil mientras unía mis labios a sus húmedos neutrinos. Al parecer, alcancé una especie de fisión, porque de pronto me encontré levantándome del suelo con un morado en el ojo del tamaño de una superno va.

Supongo que la física puede explicarlo todo salvo el bello sexo, aunque le dije a mi mujer que el cardenal se debía a que el universo no se hallaba en expansión, sino que se contraía, y yo no estaba atento.