sábado, 8 de octubre de 2011

28 de Julio de 1962 / Diarios - Alejandra Pizarnik



I 
Cuando yo muera, ¿quién me va a decir? —le dije como rogándole. Pero ni yo sabía el alcance de la pregunta, la calidad especial de ese amor secreto. Me miró con piedad; tal vez era eso lo que yo esperaba: que me dijera:

—Yo.

Y así comprometerlo hasta el fin de la eternidad, ya que no me atrevía a enumerar las frases habituales de una enamorada joven y viviente. Por eso le conté mi amor por otro, agregando lo la falta de correspondencia de ese amor. Y entonces, casi llorando, le dije:

—Y cuando me muera, ¿quién me lo dirá?

A la espera, sinuosa y enfurecida, de que se apiade de mi fingida locura amorosa por otro que por él y me diga:

—Yo.

Pero yo no sabía si él sabía o no sabía que mis palabras eran como máscaras solitarias paseándose a la altura de un rostro humano en una tarde de lluvia. Así flotaba mi extraño lenguaje. Y qué miedo tenía yo de que súbitamente me descubriese ar­mada de mi muerte y de palabras densas y pétreas, mintiendo ominosamente con la mirada y con los nombres:

—Hace tanto tiempo que lo conozco, tanto tiempo que lo amo... Ahora se ha ido no sé adonde, pero lejos, en todo caso, de mi persona enamorada. Como si la finalidad de su viaje fuera más un irse que un ir, un irse de mí, la que lo espera y espe­raba; aún lo esperaba cuando estaba él aquí, llenando con su presencia el amado lugar de su ausencia, obligándome a olvidar al ausente que yo amo para introducirme en el helado círcu­lo en que dos se aman solamente. He amado a solas tanto tiem­po que su rostro me ocultaba su rostro y sus ojos sus ojos y su voz su voz. He esperado tanto tiempo que viniera que cuan­do vino se fue.

Entonces vi que sus ojos eran de piedad. Casi vi llanto en sus ojos soñados. Pensé: «se puede morir de presencia». Pero apenas lo pensé supe que nunca, antes, había sufrido tanto. «Dile la verdad», me dije. «La estoy diciendo», me dije. «Pero no, la otra, la leve, dile que el otro no existe, dile que el otro es él.» (Corazón ciego, salta en tu cueva de pasiones contra­rias. Llévame al borde del delirio, en donde la soledad es pe­ligrosa, y rostros plateados e inertes cierran a la fuerza mis ojos de locura y de rabia.)

Cuando me vi a solas en el lugar que me dejó quise gritar mi nombre, para que al menos no supiera a quién dirigirme si me pasaba algo. Porque ya entonces presentí que lo peor que me iba a pasar era que nada me pasaría. Y también entonces me vi yendo como voy ahora: pequeña alucinada por las calles sucias, buscando en cada rostro la presencia del que solo aun ausente; vagando lentamente entre las viejas mendigas —que me prefiguran— y los viejos borrachos adheridos a canciones que nadie compuso nunca, que sólo sirven para un instante, para una sola calle, pues están hechas de delirios atroces y de palabras obscenas que quisieran ser puñales. Pero yo no bus­caba, he buscado hasta volverme ciega, pero no he buscado ni me he vuelto ciega.

Lo vi sonreír con su ternura inimaginable. Demasiada sonrisa para quien llevó tantos años su herida por donde sólo llovía sal. Casi le digo: «Solamente te amo a ti. Si te fueras para siempre, si solamente te fueras de mí para dejarme a mí contigo...». Pero repetí:

 —¿Quién se acercará a mi cadáver y me dirá: Estás muer­ta! Aunque no lo pueda escuchar lo sabré, algo en mí lo sa­brá, porque algo en mí no morirá conmigo, algo en mí espe­ró demasiado tiempo como para no poder oír esas palabras. ¿Quién lo dirá?

—Yo.

Lo miré. Estaba llorando. «Para llegar a esto te ha sido preciso miles de noches de insomnio, en una tensión que es­tiraba tus nervios hasta el otro lado de la noche, en la oscuri­dad esquiva donde las sombras baten sonidos que son sus nombres amados, en el desenfreno de una llamada inarticulada y torpe, en un rito cotidiano en el que tú, pálida y afiebrada, bebías alcohol para someterte más rápidamente a las leyes del amor que no sacia.» Lloraba por mí. «Demasiado tarde esta tiesta lujosa en honor de la muchacha polvorienta comida por el deseo. Demasiado tarde esta exhibición de piedad humana con sus límites y terminaciones. ¿Cuánto tiempo puede seguir llorando? ¿Cuánto han de darme sus ojos en esta noche impe­cable con estrellas que son estrellas y una luna real que no os­cila?

Quise decirle: «Ven a mí, ahora que nadie nos ve, ahora que lo verde de este maléfico jardín entró en la austeridad anóni­ma de una noche de verano. Ven a mí: si vienes, las estrellas seguirán siéndolo, la luna no se cambiará con colores ultrajantes ni habrá metamorfosis dañinas. Nadie verá que tú vienes a mí. Ni siquiera yo, pues yo ya estoy muy lejos, yo ya estoy en otro mundo, amándote con una furia que no imaginas. Ven a mí si quieres salvarte de mi locura y de mi rabia, ten piedad de ti y ven a mí. Nadie lo sabrá, ni siquiera yo, pues yo estoy vagan­do por las calles de otra ciudad, vestida de mendiga vieja, acoplando tus nombres a canciones obscuras que son como puñales para fijar mi delirio. Mi sangre, mi sexo, mi sagrada manía de creerme yo, mi porvenir inmutable, mi pasado que viene, mi atrio donde muero cada noche. Oh ven, nada ni nadie lo sabrán nunca. Aun cuando yo no lo quiera ven. Aun cuan­do yo te odio y te abandone, ven y tómame a la fuerza».

Una vez más el lenguaje se me resiste. No el lenguaje pro­piamente dicho si no mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal de que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel. A veces es la sed, a veces el llanto de un abandono sin histo­ria. A veces lloro en mi sed, lloro por medio de mi sed, por­que a veces mi sed es mi comunión, mi manera de vivir, de testimoniar mi nacimiento, de librarme y de dar acto de fe. Pero a veces lloro lejanamente por la otra que soy, la evadida en mi sangre, la ilusionada, la aventurera que se fue en la noche a perseguir los tristes rostros que le presentó su deseo enfermo.

Si todo esto fuera verdad, qué pérdida estoy perdiendo, qué sufrimiento increíble no hace su orgía de expiaciones. Me gusta reírme de la persona humana en lo que tiene de absurda des­de los cabellos hasta el cuello. Sólo el sexo merece seriedad y consideración porque el sexo es silencio.

Si todo esto fuera verdad, qué hago que no me lloro en mi dineral. Vencida, resistida, derrotada, ultimada a garrotazos, a tiros, a puñaladas... y oh, cómo se resistía la salvaje mucha­cha de los ojos tan verdes, cómo se debatió en el estrecho lu­gar que le asignaron para perderse. Fue necesario una insistencia común, la ayuda de todas las asociaciones del infierno y del olvido para que alguien como ella se dejara quitar su rostro enamorado que sólo fue una máscara que sólo se hizo polvo.

Entonces le dije:

—Si me muriera ahora mismo, ¿quién injuriará a la muer­te? Lo pregunto de nuevo: ¿quién puteará hasta quedarse sin voz? ¿Quién dirá: es una pérdida magnífica, una pérdida lu­josa?

—No yo —dijo sonriendo.

—Entonces lo de antes, ¿fue una mentira? —dije. Pasos en el jardín. Un policía silba No dejes que las estrellas entren en tus ojos. Saco un cigarrillo y fumo.

—No yo —repitió con una voz cansada, monótona.

—Entonces, ¿el llanto era mentira? —dije.

Y me dije: «Si supiera qué poco me importa lo que dice. Si tupiera qué poco me importa cómo me mira. Si supiera qué poco me importa que su piedad sea amor o su amor indiferencia. Si supiera qué lejos estoy de los nombres y de las palabras, de la verdad, de la mentira, del cansancio, de la monotonía. Si supiera que no me importa morir así como no me importa vivir porque estoy ya muy cansada de mi enfermera y mi guardiana, de curar a la lejana que soy, a la evadida que me fui, a la maravillosa enamorada más sutil que el viento, detenida aho­ra por algún pecado insoluble, en su sitial de noche y de des­gracia, hermanada a la melancólica soledad de un lugar blan­co y pétreo donde ella llora su amor inexplicable».

Me levanté, me fui. fumaba a lo largo del Sena y cerca del quai Voltaire bajé a ver el río. Había mendigos bebiendo o silenciando o cantando o fornicando. Me acerqué a los que bebían y les dije:

—Cuando me muera muy pronto, si alguna vez muero, no recordarán el olor a tristeza del río, no recordarán el gusto del vino atado a la lengua, no recordarán el color de la noche en los ojos de los ahogados sino que recordarán mi voz, mis pa­labras que flotan como máscaras, como cascaras vacías que nunca contuvieron nada, y recordarán mis ojos verdes que pa­garon al amor el más alto tributo, y recordarán mi nombre que significó mucho para quien lo llevó como un arma en la noche de los grandes reconocimientos y del dolor sin desenlace. Así me dejé violar como tantas otras noches similares.

¿De dónde viene esta historia o historieta inarticulada? (De lo más profundo de su subconsciente, dice la famosa psicoana­lista Alejandra P.) Lo cierto es que me sume en una tristeza de habitación vieja y polvorosa, muy mal iluminada, de habitación que sólo yo conozco y de cuya tristeza hablaré algún día cuando esté menos asustada y exhausta que ahora, después de haber­me mandado este cuento o poema que me hace dudar de mi salud mental y que, en todo caso, me obliga a pensar en mí con verdadera conmiseración.

Bueno. Son las 12 de la noche. ¿Es que voy a volver a mi diario de horas del 55, cuando escribía mis importantes acon­tecimientos en una maldita prosa contemporánea a ellos? En esa época me levantaba y me ponía la ropa y mi diario íntimo (una especie de «prenda íntima») y antes de acostarme me desnudaba del diario y de la ropa. Ahora esos cuadernos se­rían ilegibles. Aunque tal vez no. Pero lo que no deseo es re­comenzar el juego antiguo del diario-prenda-íntima.

Son las 12 de la noche. Lo repito. Qué importa recomen­zar antiguos hábitos nocivos si el dolor es el mismo, hoy que en el año 55. Y dentro de cuarenta años, si vivo —es un de­cir; pero espero no estar en esta «farsa imbécil»—, si vivo, repito, escribiré con mano temblorosa: «Son las 12 de la no­che en mi augusta vejez solitaria. La noche está del otro lado de la ventana y yo, encerrada en una habitación vieja, polvo­rosa y mal iluminada. Me acuerdo de una noche del año 62 (creo que era el 28 de julio a las 24 horas): yo tenía miedo y para distraerme prefiguré mi vida: me imaginé en el año 2002 escri­biendo en una pieza —vieja, polvorosa, y mal iluminada—: "la noche está del otro lado de la ventana, etc., etc."».

Ahora son las 12.30 h. Si la maldita —vieja solitaria y mentirosa y sucia y borracha— que seré (tengo miedo) escribirá lo que digo ahora ello será la exacta prueba de que también para mi ha existido algo a modo de destino.

Pero no estoy angustiada (¿qué importa, por otra parte?) sino asombrada. Bueno, después de tanto «andar caminos, pasar trabajos... soles y lluvias», arribar («ser depositada por el viento» Real Academia Española—) y abrir los ojos a una noche extra-fin, confusa, en la que escribí el cuento-poema más extraño y confuso de mi vida. Esto me apena, me anonada, me sopla un viento enfermo —el que me deposita en la orilla de esta noche extraña, confusa—. Apenas respira ya quien no hizo sino fumar, toser y escribir un cuento que le duele. Ve con esta sombra ulcerada por tu mundo sediento. Ve con tu gusto a hospital. Rodeada de dese­chos, de cosas muertas que giran en tu memoria de princesa loca encerrada en tu torre de furia y de silencio.

Esta cosa confusa, esta nebulosa. Si te pudieras ayudar. Si en ti se hablara, se conversara, se hicieran polémicas y mesas redondas sobre tu confusión y tu extrañeza. Tengo miedo. Yo fui pequeña si mal no recuerdo, y ahora soy grande, creo. No es ésta la cuestión. Pero si en mí lloraran, si entonaran ende­chas y cantos de gemidoras al alba.

Una de la mañana. Se ha fumado hasta convertir la garganta en un pozo ciego donde merodean acechadores con hachas y antorchas. Incendiarios, por supuesto. Y me quemarán, y me mirarán volar por el aire y la tristeza y la confusión y la etcé­tera, etcétera.



28 de julio

Cuando yo muera, ¿quién me lo va a decir? (Esto le dije, pero mis palabras eran como máscaras solitarias caminando a la al­tura de un rostro en una tarde de lluvia.)

No eres tú la culpable de que tu poema hable de lo que no es. Si habla de lo que es quiere decir que alguien no vino en vez de venir.

Recién escribí un cuento que me hunde en una tristeza como de habitación polvorienta, vieja, mal iluminada. Son las 12 de la noche. Sin duda, dentro de cuarenta años, escribiré con mano tem-blorosa: son las 12 de la noche en mi augusta vejez. La noche está del otro lado de mi ventana y yo, encerrada en una habitación triste, polvorienta, mal iluminada. Me acuerdo de una noche de 1962 (era el 28 de julio a las 24 horas): yo tenía miedo y para distraerme prefiguré mi futuro; me imaginé en una noche del año 2002 escribiendo en una habitación vieja, polvorienta, mal ilumi­nada, un texto que comenzaba así: ha noche está del otro lado de la ventana, etc., etc.

Arribar... Dejarse ir con el viento (Diccionario de la Lengua Es­pañola).

Noche extraña, confusa. Escribí el cuento más extraño, el más confuso. Como si un viento enfermo —el mismo que me depo­sita en la orilla de esta noche extraña, confusa— me hubiese arrebatado sin desearlo él ni yo. Esto hice: fumar, toser y escri­bir un cuento que me duele.
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